Los
griegos, que aparentemente sabían mucho de medios visuales, crearon el término
estigma para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir
algo malo y poco habitual en el status moral de quien los presentaba. Los signos
consistían en cortes o quemaduras en el cuerpo, y advertían que el portador era
un esclavo, un criminal o un traidor. En la actualidad, la palabra es
ampliamente utilizada con un sentido bastante parecido al original, pero con
ella se designa preferentemente al mal en sí mismo y no a sus manifestaciones
corporales.
La
sociedad establece los medios para categorizar a las personas y el complemento
de atributos que se perciben como corrientes y naturales en los miembros de
cada una de esas categorías. Al encontrarnos frente a un extraño las primeras
apariencias nos permiten prever en qué categoría se halla y cuáles son sus
atributos, es decir, su “identidad social”.
Apoyándonos
en estas anticipaciones, las transformamos en expectativas normativas, en
demandas rigurosamente presentadas. Por lo tanto, a las demandas que formulamos
se las podría denominar con mayor propiedad demandas enunciadas “en esencia”, y
el carácter que atribuimos al individuo debería considerarse como una imputación
hecha con una mirada retrospectiva en potencia.
El
término estigma será utilizado, pues, para hacer referencia a un atributo
profundamente desacreditador; pero lo que en realidad se necesita es un
lenguaje de relaciones, no de atributos. Un atributo que estigmatiza a un tipo
de poseedor puede confirmar la normalidad de otro y por consiguiente, no es ni
honroso ni ignominioso en sí mismo.
Un
estigma es, pues realmente una clase especial de relación entre atributo y
estereotipo. Se pueden mencionar tres tipos de estigmas, notoriamente
diferentes. En primer lugar, las abominaciones del cuerpo. Luego, los defectos
del carácter del individuo que se perciben como falta de voluntad, pasiones tiránicas
o antinaturales, creencias rigidas y falsas, deshonestidad. Por último, existen
los estigmas tribales de la raza, nación y la religión, susceptibles de ser
transmitidos por herencia y contaminar por igual a todos los miembros de una
familia.
Daré
el nombre de normales a todos aquellos que no se apartan negativamente de las
expectativas particulares que están en discusión. Son bien conocidas las
actitudes que nosotros, los normales, adoptamos hacia una persona que posee un
estigma, y las medidas que tomamos respecto de ella, ya que son precisamente
estas respuestas las que la benevolente acción social intenta suavizar y
mejorar. En nuestro discurso cotidiano utilizamos como fuente de metáforas e imágenes
términos específicamente referidos al estigma, tales como inválido, bastardo y
tarado, sin acordarnos, por lo general de su significado real. Basándonos en el
defecto original, tendemos atribuirle un elevado número de imperfecciones y, al
mismo tiempo, algunos atributos deseables, pero no deseados por el interesado,
a menudo de índole sobrenatural, como por ejemplo, el “sexto sentido”, o la percepción
de la naturaleza interior de las cosas:
Algunos
vacilan en tocar o guiar a los ciegos, mientras que otros generalizan la
deficiencia advertida como incapacidad total, gritándoles a los ciegos como si
fueran sordos o intentando ayudarlos a incorporarse como si fueran invalidos. Quienes
se enfrentan con ciegos pueden tener un gran número de creencias aferradas al
estereotipo. Pueden pensar por ejemplo, que están sujetos a un tipo único de
discernimiento, suponiendo que el individuo ciego utiliza canales especiales de
información, inaccesibles a los demás.
El
problema de estigma no surge aquí sino tan solo donde existe una expectativa
difundida de que quienes pertenecen a una categoría dada deben no solo apoyar
una norma particular sino también llevarla a cabo.
El
individuo estigmatizado tiende a sostener las mismas creencias sobre la
identidad que nosotros; este es un hecho fundamental. La sensación de der una “persona
normal”, un ser humano como cualquier otro, un individuo que, por consiguiente
merece una oportunidad justa para iniciarse en alguna actividad, puede ser uno
de sus mas profundos sentimientos acerca de su identidad.
La
vergüenza se convierte en una posibilidad central, que se origina cuando el
individuo percibe uno de sus atributos como una posesión impura de la que fácilmente
puede imaginarse exento.
El
individuo estigmatizado puede también intentar corregir su condición en forma
indirecta, dedicando un enorme esfuerzo personal al manejo de áreas de
actividad que por razones físicas o incidentales se consideran, por lo común,
inaccesibles para quien posea su defecto. Es probable que el individuo
estigmatizado utilice su estigma para obtener “beneficios secundarios”, como
una excusa por la falta de éxito que padece a causa de otras razones.
Las
reacciones de las personas normales y de las estigmatizadas son aquellas que
pueden aparecer durante periodos de tiempo prolongados y cuando no existe entre
ellas un contacto corriente.
Para
la persona estigmatizada, la inseguridad relativa al status, sumada a la
inseguridad laboral, prevalece sobre una gran variedad de interacciones
sociales.
La incertidumbre del estigmatizado surge no solo porque ignora en qué categoría será ubicado, sino también, si la ubicación lo favorece, porque sabe que en su fuero interno los demás pueden definirlo en función de su estigma.
La incertidumbre del estigmatizado surge no solo porque ignora en qué categoría será ubicado, sino también, si la ubicación lo favorece, porque sabe que en su fuero interno los demás pueden definirlo en función de su estigma.
Cuando
fijamos nuestra atención en el defecto de la persona estigmatizada, es posible
que esta sienta que el estar presente entre los normales la expone, sin
resguardo alguno, a ver invadida su intimidad, situación vivida con mayor
agudeza, quizá, cuando los niños le clavan simplemente la mirada. Esta desagradable
sensación de sentirse expuesto puede agravarse con las conversaciones que los extraños
se sienten autorizados a entablar con él, y a través de las cuales expresan lo
que él juzga una curiosidad morbosa sobre su condición, o le ofrecen una ayuda
que no necesita ni desea.
Es
probable que en las situaciones sociales en las que interviene un individuo
cuyo estigma conocemos o percibimos, empleemos categorizaciones inadecuadas y
que tanto nosotros como él nos sintamos molestos.
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